Toda mi infancia deseé tener una muñeca con la cual jugar. Una con el pelo largo para peinarla, para hacerle trenzas. Una que usara vestidos largos, tacos altos. Nunca la tuve. Me conformaba con abusar de las de mis primas, las veces que iba a jugar a sus casas y, lógicamente, a escondidas de los mayores, como si fuera un pacto de silencio que circulaba sólo en el universo de los niños.
Sólo una vez pude sentirme cerca de tener una muñeca. La colección de muñecos “Super Amigos” fue anunciada en la pantalla de la TV y entre los personajes que estaban en la juguetería esperándome, se encontraba ELLA, la que fue acaso mi única muñeca: LA MUJER MARAVILLA.
Hace un rato leía un texto sobre lo maravilloso y pensé en ella, claro. Rescaté algunas ideas que me hicieron pensar en el lugar que tuvo en mi vida. Ahora que ya soy un adulto, tal vez puedo verlo todo un poco más claro, sin que por ello deje de conmoverme aquella mirada infantil que de alguna forma buscaba socorro, un poco de amparo.
Lo maravilloso tiene una función compensadora de la realidad. Busca salir de la regularidad y la trivialidad cotidianas. Detiene el tiempo y la historia (la sociedad y las normas) para propulsarnos a un más allá incierto. Manifiesto como una aparición, como algo que se ve y genera perplejidad es depositario de las inquietudes y también de las proyecciones y posibilidades de nuestra imaginación. El cristianismo, por supuesto, buscó racionalizar y moralizar lo maravilloso circunscribiéndolo al discurso ejemplificador del milagro.
La Mujer Maravilla fue para mí maravillosa, valga la redundancia, por varios motivos. En la distribución sexuada de los juguetes, que parecía predestinarme a la pelota o los cochecitos, ella era la infiltrada entre las colecciones de muñecos y dibujitos “de varones”. Me regalaba identificación, me dejaba jugar a ser ella, escondido dentro del marco de lo que me era permitido. Con un slip azul y unas botas de lluvia rojas trepaba yo por los sillones luchando contra quién sabe qué terribles fantasmas, gigantes o archienemigos. Ante la pregunta, yo era Superman, total el traje era parecido.
La Mujer Maravilla, como yo, tenía una identidad secreta. Ésa que sabíamos sólo nosotros, que era un pacto de silencio, nuestro secreto. Ella me daba la mano y me invitaba a salir del partido de fútbol. Me dejaba subir a su avión invisible para alcanzar lugares más altos, más míos. Algunas veces yo le indicaba a dónde ir y ella piloteaba la nave, otras me dejaba manejar a mí, siempre sentado en sus rodillas. Nunca me amenazó con atraparme en el lazo de la verdad para obligarme a hablar. Con sus brazaletes devolvía los ataques. Cuánto la quería!
Yo era como Diana Prince. El pelo sujeto con gel, la raya al costado. Mi trajecito era un blazer azul, un pantalón gris, camisa blanca, zapatos negros, corbata azul, sweater escote en v azul y medias azules (atrapados en azul!!). Como ella, giraba cuando nadie me veía. Apenas tres o cuatro vueltas sobre mí mismo (por ésto seré vueltero?) y lo maravilloso se me ofrecía generoso y me devolvía lo que más merece un niño: ilusiones.
Nunca me voy a olvidar el día que con veintidós años vi la película “Mi vida en rosa” y Ludovic, un niño de cuatro o cinco años, soportando el peso de su realidad, escapa dándole vida a una muñeca que está en el cartel de una publicidad. Él ve la foto gigante. Ella preciosa, vestida de rosa al lado de un príncipe buen mozo. De repente cobra vida, le extiende su mano y lo invita a pasar, juega con él. Cruza una puerta dimensional, sale del mundo, él era una princesa en ese momento, era feliz. Él era una de las tantas mujeres maravilla.
La Mujer Maravilla fue mi aparición (menos mal que no fue la Vírgen de Luján, jaja). Yo la vi. Me regaló mi identidad secreta, la de mi héroe, la del que tendría que salir a compensar, la que maravillosamente visibilizaría después.
Ahora que pasaron los años ella sigue ahí, acaso devolviéndole a mi conciencia la tranquilidad de que cuando fui niño tuve motivos para jugar, tuve motivos para estar feliz, aunque sea entre paréntesis.
“La infancia es un universo de oro.
Si uno no es feliz allí,
no lo es nunca más”
(Silvina Garré)
Sólo una vez pude sentirme cerca de tener una muñeca. La colección de muñecos “Super Amigos” fue anunciada en la pantalla de la TV y entre los personajes que estaban en la juguetería esperándome, se encontraba ELLA, la que fue acaso mi única muñeca: LA MUJER MARAVILLA.
Hace un rato leía un texto sobre lo maravilloso y pensé en ella, claro. Rescaté algunas ideas que me hicieron pensar en el lugar que tuvo en mi vida. Ahora que ya soy un adulto, tal vez puedo verlo todo un poco más claro, sin que por ello deje de conmoverme aquella mirada infantil que de alguna forma buscaba socorro, un poco de amparo.
Lo maravilloso tiene una función compensadora de la realidad. Busca salir de la regularidad y la trivialidad cotidianas. Detiene el tiempo y la historia (la sociedad y las normas) para propulsarnos a un más allá incierto. Manifiesto como una aparición, como algo que se ve y genera perplejidad es depositario de las inquietudes y también de las proyecciones y posibilidades de nuestra imaginación. El cristianismo, por supuesto, buscó racionalizar y moralizar lo maravilloso circunscribiéndolo al discurso ejemplificador del milagro.
La Mujer Maravilla fue para mí maravillosa, valga la redundancia, por varios motivos. En la distribución sexuada de los juguetes, que parecía predestinarme a la pelota o los cochecitos, ella era la infiltrada entre las colecciones de muñecos y dibujitos “de varones”. Me regalaba identificación, me dejaba jugar a ser ella, escondido dentro del marco de lo que me era permitido. Con un slip azul y unas botas de lluvia rojas trepaba yo por los sillones luchando contra quién sabe qué terribles fantasmas, gigantes o archienemigos. Ante la pregunta, yo era Superman, total el traje era parecido.
La Mujer Maravilla, como yo, tenía una identidad secreta. Ésa que sabíamos sólo nosotros, que era un pacto de silencio, nuestro secreto. Ella me daba la mano y me invitaba a salir del partido de fútbol. Me dejaba subir a su avión invisible para alcanzar lugares más altos, más míos. Algunas veces yo le indicaba a dónde ir y ella piloteaba la nave, otras me dejaba manejar a mí, siempre sentado en sus rodillas. Nunca me amenazó con atraparme en el lazo de la verdad para obligarme a hablar. Con sus brazaletes devolvía los ataques. Cuánto la quería!
Yo era como Diana Prince. El pelo sujeto con gel, la raya al costado. Mi trajecito era un blazer azul, un pantalón gris, camisa blanca, zapatos negros, corbata azul, sweater escote en v azul y medias azules (atrapados en azul!!). Como ella, giraba cuando nadie me veía. Apenas tres o cuatro vueltas sobre mí mismo (por ésto seré vueltero?) y lo maravilloso se me ofrecía generoso y me devolvía lo que más merece un niño: ilusiones.
Nunca me voy a olvidar el día que con veintidós años vi la película “Mi vida en rosa” y Ludovic, un niño de cuatro o cinco años, soportando el peso de su realidad, escapa dándole vida a una muñeca que está en el cartel de una publicidad. Él ve la foto gigante. Ella preciosa, vestida de rosa al lado de un príncipe buen mozo. De repente cobra vida, le extiende su mano y lo invita a pasar, juega con él. Cruza una puerta dimensional, sale del mundo, él era una princesa en ese momento, era feliz. Él era una de las tantas mujeres maravilla.
La Mujer Maravilla fue mi aparición (menos mal que no fue la Vírgen de Luján, jaja). Yo la vi. Me regaló mi identidad secreta, la de mi héroe, la del que tendría que salir a compensar, la que maravillosamente visibilizaría después.
Ahora que pasaron los años ella sigue ahí, acaso devolviéndole a mi conciencia la tranquilidad de que cuando fui niño tuve motivos para jugar, tuve motivos para estar feliz, aunque sea entre paréntesis.
“La infancia es un universo de oro.
Si uno no es feliz allí,
no lo es nunca más”
(Silvina Garré)