Todo me sonaba prohibido. La sordidez se correspondía con la soledad de sentirme el único en mi especie. Con una ceguera que hoy me resulta hasta sospechosa, puedo decir que durante años me había perdido todas las referencias que me pudieran acercar, aunque sea un poco, a eso que tanto necesitaba. Como si fuera lejano, distante, de otro mundo escuchaba cada tanto que los espacios gays existían, que no éramos ni dos, ni tres. Yo no sé si influye el haberme criado en un barrio y no en el centro, pero la cuestión es que todo a mi alrededor parecía ser familias de clase media, chicas que hacían dieta y miraban las telenovelas del momento y pibes que sólo se interesaban por jugar a la pelota.
En el medio de esa soledad, que era casi desesperanzada y que estaba plagada por verdaderos esfuerzos (casi todos inútiles) por intentar que no se note, empecé una pasantía laboral en pleno centro, allá por 1998. Como chico responsable que era (siempre impoluto en la escuela y con la tarea hecha), iba todos los días a trabajar y tomaba el tren en la estación Villa del Parque para bajar en Retiro y desde ahí subirme a la línea C del subte para llegar a la zona de Alsina y Bernardo de Irigoyen.
Embarcado en la casi despótica rutina cotidiana, no veía mucha más luz que la de un destino más o menos preestablecido y casi imposible de torcer, al menos en mi imaginario adolescente de entonces. Una de esas tardes, volviendo del laburo y casi sin querer, como de refilón, sin esperarlo y sin medir las consecuencias, miré a un costado (como si se hubiera corrido una anteojera) y vi en un puesto de revistas toda una sección dedicada a revistas porno gay. No eran las revistas en sí, no eran las imágenes eróticas de hombres que me llamaban como un imán, no era la utopía (que por supuesto no sucedió) de juntar coraje, parar y comprar una. Era toda una vida, era algo material, un papel impreso, gente involucrada, era un silencio que de repente mostraba algo que yo parecía no poder ver. Sudor frío, sensación de nervios, atracción inevitable y la necesidad de saber qué es lo que había ahí, cómo era, quién estaba, cómo se llegaba y, lo que es más complejo, como involucrarlo con mi vida. En algo tan poco significativo como un estante de revistas yo veía la síntesis de todo lo que nunca había podido encontrar, lo que nunca había podido tener. Era como si me llamara, a los gritos. Me interpelaba cada vez que pasaba, tarde a tarde.
Como ya dije, jamás pude parar a comprar ninguna. Detenerme hubiera sido inadmisible y ni hablar pronunciar alguna palabra inconveniente adelante de otra persona. El ritual de ese mes que duró la pasantía era pasar todos los días y bajar la marcha, caminar despacio, lo más lento que pudiera para mirar lo prohibido, para enterarme de lo más que pudiera, para confirmar que a un tren de casa, a 21 minutos, exactamente, había alguna referencia concreta de un mundo que había buscado incansablemente por años, que era como el colmo de la prohibición y que, tal vez, era más lejano en mi cabeza que en la vida real.