martes, 10 de febrero de 2009

Paraguay porá


Tal vez el calor sea lo único cierto. Lo único verdaderamente comprobable. Lo única realidad ineludible que pesa toneladas sobre el cuerpo. O tal vez, haciendo un juicio de valor un poco más justo, ese calor provenga de los brazos abiertos de su pueblo, del corazón entregado y la conversación dispuesta.
Pocas son las referencias que se pueden tener para definir el Paraguay. Un país disperso y poco visitado. Un país que ni sus propios pobladores sabían explicar muy bien. Y tal vez por eso, el secreto paraguayo esté como esperando, siempre, a la vuelta de la esquina o en una lomada con palmeras o como chipá calentito en una canasta o en una charla en guaraní entre dos mujeres que toman sombra.
Quizás Atahualpa Yupanqui se haya referido también al Paraguay cuando escribió: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás”. Y si de ver se trata, Paraguay esconde infinidad de no lugares que se vuelven hogares al calor de su gente.
Campos repletos de lomadas ofrecían una paleta de los más variados verdes, de palmerales y de viejos cebúes pastando cansinos en pleno rayo de un sol que no perdona.



Asunción, abrazada por dos ríos, es una ciudad a la que nunca pude sectorizar con la mirada. Un centro que se desparrama antes que concentrarse. La casa de gobierno por un lado, la plaza por el otro, la calle principal más allá y un recorrido desordenado tratando de juntar las referencias. Calles lujosas, bonitas coexisten con las avenidas más inhóspitas a la vuelta de la esquina, así sin más. La eterna cercanía de los vecinos y un andar con aires de pueblo son el paisaje humano. Y la eterna pregunta: ¿Por qué vinieron al Paraguay? ¿Tienen parientes acá? Y quizás la respuesta más justa debiera haber sido que íbamos ganando la familiaridad a cada paso.


El lago azul de Ypacaraí, por trocar injusticia poética por justicia geográfica, es negro. O, mejor dicho, está negro, lo dejan negro cada día. Y, con excepción de algunos audaces, no se lo puede nadar. Sin embargo un viejo muelle de madera desvencijada ofrece asiento para contemplar un paisaje que engalana la vista. De fondo, unas casas preciosas descansan sobre una playa de arena medio colorada. Y enfrente el agua, inmensa, y recorrida por pequeñas lanchas que navegan apacibles.


El Parque Nacional Ybycuí es el paraíso de los asunceños que, orgullosos, vacacionan temporada tras temporadas entre sus árboles, caminando por el monte y nadando en sus piletones naturales de agua cristalina. Senderitos de tierra y árboles que rodean un curso de agua son el acceso para recorrer pequeños saltos de agua. Y una gran piscina de piedra con cascadas es el refugio ideal para mitigar el inmutable calor paraguayo. Y si hacían falta parientes como excusa para visitar el Paraguay, sólo es cuestión de sentarse una tarde al borde del agua para que las familias y los grupos de amigos, se compartan, generosos a través de tererés, gaseosas, galletitas o una charla cálida y atenta.
Y Paraguay transcurre así, bilingüe, mostrando el sincretismo y el cruce de las culturas. Casi quieta, como adormecida, pero siempre atenta a todo. Y exige atención, exige sabiduría para mirarla, para conocerla, aprehenderla, como se viven las cosas sencillas, como se recorre aquello que no tiene estridencias, como se camina por una calle cualquiera, como se anda sin esperar nada, pero encontrando de todo.