sábado, 18 de julio de 2009

Quereme... tengo frío



La lluvia y el frío patagónicos parecían haberse conjurado en esa noche de enero. Truenos y relámpagos acentuaban la sensación amenazante del primer campamento, superada la etapa escolar. Una carpa iglú era la fina pero preciada diferencia entre la hostilidad de la intemperie, el agua y los miles de kilómetros de distancia de casa. Y allí dentro, nosotros tres, tratando de conciliar el sueño. Un amigo, ella y yo dispuestos según un orden prolijo, casi matemático. Ella en el medio y los varones, uno a cada lado, por si alguna actitud proteccionista nos fuera requerida.
Mis pies, inadecuados al espacio o como presagios del camino venidero o, tal vez, sumados al conjuro climático, presionaban los límites de la carpa. El agua fría empapó mis medias sucias y mi cuerpo no tardó en empezar a temblar. La impresión de que afuera todo era más difícil, sumada a algún resabio infantil del miedo a las tormentas y la certeza de un viaje ya empezado, me hicieron buscar calor en otros pies que me acompañaran. Los de ella eran los más cercanos.
Las paredes de tela de avión se encendían con los relámpagos y mi delgada bolsa de dormir no me reparaba bien del frío. Ella lo entendió y, quizás, por eso me invitó a su bolsa de dormir que era más grande, mullida y abrigada que la mía. Deseché las medias frías y apoyé la cabeza en su hombro. Su mentón, en mi frente. Nuestros corazones latían tan fuerte que eran casi audibles, de no ser porque la lluvia disfrazaba aquel tamborileo con su canto incesante. Un giro a la izquierda: mi mejilla contra su hombro, mi mano en su cintura, las piernas entrelazadas. A la derecha: sus pechos sobre mi brazo, su aliento en mi cuello. Su remera blanca de fino algodón marcaba otro límite. Y mi miedo a descorrer los velos era igual a mi necesidad de seguir el viaje, a pesar de la lluvia. Apenas una mirada por encima de su silueta alcanzó para comprobar que nuestro amigo dormía o, tal vez, era parte del conjuro. El recorrido, entonces, dejó a mis pies para otra ocasión y se entregó a mi mano que, guiada por un deseo imperativo, se apoderó de la suavidad de sus pechos. Y la humedad reapareció, pero ahora en su sexo y en el mío y en la saliva y en los susurros y en los jadeos contenidos. La noche se fue apagando entre devaneos y entregas. La mañana siguiente nos encontró a los tres uno al lado del otro. Pero ella dormía en un costado y yo en el medio y un poquito más cerca de él.