domingo, 21 de septiembre de 2008

Marlene


Como perdido en el tiempo, como escondido en el espacio, un portón bien grande parece atrincherarlo del afuera y un pasillo en penumbras acentúa la distancia entre la calle y su corazón. Marlene parece estar por fuera de toda coordenada y, tal vez esa sea su mayor virtud, a la vez que su más acentuado problema. Un lugar definido por sí mismo, como resistiendo, definido por y para la identidad de su propia gente. Un lugar que, paradójicamente, adopta las formas de la invisibilidad lésbica, aunque se proponga lo contrario y luche por eso. Nada de entradas pomposas, casi sin gente en la puerta. Un timbrecito blanco es la vía de acceso. No parece la entrada de un boliche. No parece querer mostrarse como tal. No parece ser conciente de que se esconde.
Como pueblo chico que es, también es infierno grande y su destino parece ser siempre autorreferencial, como todo lugar casi familiar, si se quiere endogámico y atendido por sus propias dueñas, en un trato casi personalizado. Con clientas habitués y visitantes esporádicos.
La superproducción y la impostación no parecen ni pasarle cerca a Marlene. Mesitas sencillas, decorado austero, una lucecita que anuncia la llegada de las visitas se enciende cada vez que suena el timbre. La barra, poblada de algunos malevos que parecen tantear el territorio, tiene una reja negra, de esas de antes y es, tal vez, su decorado más ostentoso. Los grupos de chicas se suceden, se ubican, se reagrupan. Algunas parecen haber creado una moda de la antimoda. Camisas de jean con ribetes blancos, camperas de cuero con puño o zapatillas blancas cuyo talle 36 parece un 42, dibujan un paisaje de mujeres distintas, de mujeres no aggiornadas. Muchos rulos, algunos flequillos para las más señoritas. Una prolija raya al costado o un revuelto semi casual para las otras.
Muchas veces quise definir el concepto de “tortón patrio”, ese que aprendí antes de conocer al ambiente y no sé muy bien cómo, dónde ni cuándo lo escuché, pero sin embargo sabía perfectamente lo que significaba, sin poder explicarlo. Y hasta el día de hoy no he llegado a las palabras que me permitan escribirlo, pero sin dudas, Marlene es el mejor lugar para ensayarlo. Tortas de todos los colores y tamaños, de todos los estilos.
Siempre me gustaron los lugares de tortas y no sé por qué. Se me ocurre atribuirlo a sus antimodas, a los partidos de truco, a la lucecita que anuncia las visitas o a los partidos de metegol que se armaban en el entrepiso de Marlene hace unos años atrás (en la época en que las paredes estaban forradas de fotos de artistas gltb... extraño tanto esa decoración!). Seguramente lo que me convoca es la cumbia o la capacidad de su disc jockey de elegir pasar esa música que cualquier boliche que se precie de cool desdeñaría sin dudarlo (cuánto ha perdido Bach en este sentido!).
Siempre me gustaron los lugares de tortas, sí. Aunque para los putos que íbamos no fuera más que acercarnos literalmente para bailar o para acompañar a nuestras amigas. Y otra vez las virtudes de Marlene, otra vez las apariencias engañan. En este lugar que parece oscuro, la lucecita se vuelve a encender cuando llegan las visitas. Otra vez no todo es lo que parece y la paradoja de un portón casi muralla que es también una de las puertas más abiertas que he podido experimentar en un lugar para tortas. A los varones no nos hacen falta amigas mujeres que nos hagan las veces de pasaporte para poder entrar. Somos recibidos y bienvenidos por nosotros mismos, por estar ahí, por acercarnos a compartir y con una sonrisa. Lejos de perder la identidad lésbica, la presencia posible y real de varones no hace otra cosa que establecer que un otro no es necesariamente una amenaza y que el límite del respeto se marca con respeto. No es que no haya visto peleas en Marlene, no es que no haya sentido algunas miradas inquisidoras, es simplemente que la propuesta parte desde una perspectiva mucho más abierta y abarcativa. Y eso se nota, aún cuando para entrar al baño de varones tenga que pedir permiso porque está lleno de chicas y también por eso es justamente que se nota, porque por una vez hay un lugar que es para chicas en que el espacio les pertenece y donde mi especificidad de varón me ubica en otro lugar. Porque no es un sinsentido la presencia de un puto en un lugar para tortas, porque no es un sinsentido lo fraterno, porque no es un sinsentido el compañerismo, porque tampoco lo es el otro y el compartir y el conocerse. Porque vale la pena interactuar, porque está bueno bailar con una chica y que ella te guíe los pasos. Porque aunque me gustaría que no fuera necesario semejante portón, me importa mucho más saber que cada vez que llegue voy a iluminar el lugar, aunque sea mientras mi dedo esté presionando el timbre.