domingo, 29 de junio de 2008

La cultura no se negocia


Cualquiera que se disponga a acceder a los bienes culturales más diversos, en la Argentina, se va a encontrar con una poco grata sorpresa, que demuestra lo lejos que estamos de poder proclamarnos capital cultural de ningún lado o, en todo caso, develará la proximidad con que vivimos del mítico país de Nomeacuerdo. Conseguir un libro, un disco o una película en este querido suelo parece ser una tarea por lo menos titánica, en la que deben intervenir una fuerte dosis de perseverancia, suerte, ganas y tesón. Y todo eso siempre y cuando no sea urgente conseguirlo, porque en ese caso sería conveniente declararse fracasado aún antes de haber empezado la búsqueda. Sucede que el mercado de bienes culturales sólo realiza una oferta mínima de sus catálogos y que en la mayoría de los casos es totalmente reduccionista y fragmentaria. Nombres de artistas de la talla del mismísimo Carlos Gardel, no tienen asegurada su obra en las bateas de ninguna disquería (imagínense todos los que no son Gardel). Por el contrario, modernas ediciones para turistas con plateadas letras en inglés anuncian la salida de "Carlos Gardel's Greatest hits", en innumerables compilaciones que, además, incluyen siempre las mismas piezas entre sí.
Construir algún tipo de análisis o comprensión de un hecho artístico, requiere, indefectiblemente, el estudio pormenorizado de una obra en su totalidad. De esta manera se podrá comprender la propuesta estética, sus puntos fuertes, sus costados más endebles, los matices que puedan darle riqueza y, además, la evolución artística que conlleva la vida de todo creador. Las posibilidades de pensamiento crítico, en este contexto, se ven retaceadas por el libre albedrío editorial y el manejo semi clandestino de copias pirata de los materiales.
Este recorte editorial de las bienes culturales, que mantiene a numerosos artistas viviendo a "grandes éxitos" (quisiera saber el significado de éxito ¿de ventas?, ¿de popularidad?, ¿creativo?), se sostiene en base al argumento de que hay artistas que ya no venden y que, por lo tanto, no es redituable invertir en la reedición de sus obras. La paradoja radica, justamente, en el sintagma que las denomina: ”bienes culturales”. Bienes económicos o productos de mercado, por un lado, pero a la vez artefactos que, en sumatoria, determinan la identidad de un pueblo. ¿Debería considerarse, entonces, a un bien cultural en los mismos términos que un simple bien de mercado y librarlo a la especulación de los inversionistas? ¿Deberían ser las empresas editoras las que deciden a qué accedemos en términos de capital simbólico? ¿No es acaso darles demasiado poder y someternos a un recorte, por lo menos, problemático?
Diversos espacios como blogs o los programas más variados de descarga demuestran un hecho popular que, verdaderamente, me conmueve. Muchas son las personas que, sin fines de lucro, trabajan para rescatar del olvido esos discos, esas películas, esos libros, que el mercado pareciera querer negarnos. Se forman redes que se encargan, solidariamente, de digitalizar vinilos, casetes, films, escanear su arte de tapa y ofrecerlos, compartirlos para que, entre todos, recuperemos un poco esa memoria, esa identidad que no es de ninguno, sino que es de todos, que nos hace nosotros, que nos devuelve a ser únicos, a ser "cada uno", a la interioridad y a la fraternidad que nos convoca. "Si a vos te duele como a mí" que ese disco ya no se pueda escuchar, que esa película ya no se pueda ver. Ese pareciera ser el lema de esas múltiples cofradías de rescatadores.
Frente a la proliferación de blogs que, además, cuidan celosamente la no publicación de material disponible para no perjudicar a los artistas. Frente a muchos creadores, que ofrecen su propia obra, cabe preguntarse ¿es cierto que esos bienes no son redituables? ¿es cierto que no son consumidos? ¿Cuánto hay de especulación por parte de las empresas que prefieren vender un millón en un minuto inflando a un "operación triunfo", para no esperar el lento pero permanente ritmo de ventas que conlleva la oferta de obras clásicas? ¿Tiene derecho una empresa a privarnos de nuestras obras de arte más queridas y la consecuente pulverización de la identidad cultural de un pueblo?
Vender arte no es vender remeras y el Estado debería proponer algún tipo de mecanismo para protegernos de esta dictadura simbólica que, además, promueve la superficialidad a través de operaciones de marketing que establecen la velocidad como parámetro en el consumo de obras. Ésto, por supuesto, implica una falta de profundidad en su compresión y un achatamiento de las ideas.
El "proteccionismo" cultural de este sistema capitalista radica, únicamente, en sostener la defensa de los derechos de autor, como modo de garantizar que el creador obtenga el consabido beneficio económico por la comercialización de su material. Una primera idea que considero importante señalar respecto de esto es que un artista, además de un creador, es un trabajador y, por lo tanto, alguien que merece una remuneración por lo que produce. Destierro esa idea que circula por el campo intelectual de que el artista que gana dinero es menos artista por eso. Todos necesitamos ganar dinero y eso no quita la legitimidad de una creación. El "amor al arte" es justamente elegir el arte como camino para ganarse la vida, pero de ningún modo creo que sea justo plantear que un artista deba regalarse para que su arte sea justipreciado como tal. Desde este punto de vista estoy de acuerdo con la existencia de derechos o cánones que reconozcan su labor. Pero por le otro lado, si toda una obra permanece fuera de catálogo ¿se protege al artista? ¿cobra algún canon? ¿Quién puede decidir si un artista le gusta, acercarse a su propuesta, si desconoce su material? ¿Acaso ese amor al arte, que hace que se lo elija como camino a seguir, no incluye la construcción de una forma de trascendencia cultural? ¿El respeto que se le debe guardar a un creador no presupone la conservación de su creación? ¿No es una forma de desidia esta operación de descarte?
Internet y su anárquica circulación de la información parece hacer ese trabajo que, desde el mercado editorial, no se lleva a cabo y las obras se disponen gratuitamente para todo aquel que las necesite (por supuesto, ese “todo aquel” nunca es realmente “todo aquel”, sino "algún aquel" que pueda acceder a internet, aclaración que limita en muchos el alcance de esa totalidad). Una fiel prueba de la raigambre identitaria del arte (si es que necesitara ser sometido a prueba) es que, como señalé anteriormente, y citando a Eladia Blázquez, “contra viento y marea hay montones de manos para hacer la tarea” y muchas obras completas han sido rescatadas ya del olvido, aún a merced del pataleo (y a veces más que eso) de las empresas contra los promotores de estos actos de justicia. Incluso en ocasiones en que los propios artistas han aprobado la difusión del material. ¿Qué protege más al artista: la preservación de su obra (aunque sea en forma gratuita) o mantenerla décadas (con suerte sólo décadas) en espera de que el dedo mágico de las reediciones la toque en suerte para poder ver la luz? En estas instancias es conveniente señalar que éste es un debate entre propiedad privada y cultura, donde gana, como era de esperarse, la propiedad privada. Ahora bien, ¿La propiedad privada de quién? ¿Del artista? Cánones minúsculos en relación con el precio de los productos finales, por un lado, y obras inaccesibles, por el otro, no parecieran demostrar que sean ellos los beneficiarios de este sistema legal. Privados quedan los músicos de su propiedad intelectual y privado el pueblo de su sesgo identitario. Todos rehenes de un sistema de mercado para pocos o, lo que es peor, para ser nadie desde el momento en que se nos niega la memoria. El mercado editorial, en cambio, consigue la habilitación necesaria para poder planificar su producción en serie, masiva y según la lógica de las grandes empresas, ganancia máxima con mínimos costos (costos económicos, desde ya, porque los costos simbólicos son altísimos).

martes, 17 de junio de 2008

La pura mentira


La imagen seleccionada pertenece a una pequeña cigarrera que estaba apoyada en la mesa de la casa de una amiga. Discutíamos por qué la idea de sexualidad y género era un problema político. Ese dibujo fue la base de mi argumentación para explicar la necesidad de intervención política en una problemática de índole histórico social. Como se ve en el dibujito, “la pura verdad” o “the simple truth” (haciendo eco de la dominación lingüística que corre por estos pagos) se presenta como una idea incuestionable y autónoma de lo que somos y lo que, como todo lo cierto, jamás cambia ni evoluciona.
La operatoria fundamental de las posturas conservadoras es inscribir los acontecimientos humanos como naturales. Es pensar que las conductas del hombre y la mujer responden a una suerte designio divino, postulado según una gramática inmanente. Las consecuencias principales de este pensamiento son la deshistorización y la deshumanización de los hechos y los posicionamientos. Todo aspecto concebido desde una postura tan esencialista impide cualquier tipo de intervención sobre el devenir, que conlleve un cuestionamiento de un orden, aparentemente fundado por una mano superior a la humana. El primer paso para pensar y reconstruir estos procedimientos es asumir que el humano es un ser natural en cuanto carne, un ser natural en cuanto muerte, un ser natural en cuanto aire, pero un ser social en tanto tiene nombre, en tanto piensa, en tanto tiene palabra, en tanto se organiza, en tanto ritualiza. Un ser social en tanto la concepción y la percepción de esa carne, en tanto la idea de esa muerte, en tanto el manejo de ese aire. El humano es un ser que comprende y piensa siempre desde alguna perspectiva, que no es más que producto de su propio imaginario y de las condiciones de su supervivencia. Todos los conceptos son sociales, siempre que el hombre mira hay representación sígnica del entorno y de sí mismo. Algo “tan natural” como ir al baño se transforma en un hecho social en tanto se estructura por toda una serie de convenciones que determinan cuestiones tales como la privacidad, el tabú o la negación de los olores, por citar un ejemplo.
El concepto de hombre y de mujer, que determinan las categorías de género más taxativas, son dos de las nociones más naturalizadas y por las que aún hay que franquear mucho camino para lograr desentrañarlas. La supuesta rudeza masculina o la sensitividad femenina son ejemplos de lo más cristalizados de estas categorías culturales que ejercen una fuerza coercitiva sobre las personas, justamente, por estar naturalizadas. “Los muchachos no lloran” y las mujeres “que vayan a lavar los platos” son el resultado de este constructo legitimado socialmente por generaciones y generaciones.
Diversas políticas determinan la distribución sexuada del poder y el ejercicio de la sexualidad. Las mismas son propuestas por los Estados, con la respectiva mano “derecha” de todas las religiones. Para las mujeres, entre la pecadora y tentada Eva y la virgen María, queda la negación del deseo hasta el matrimonio y luego la procreación “porque una mujer que no tiene hijos es una gallina que no pone huevos” (cita extraída de la película ‘Mercado de Abasto’). Los hombres, por el contrario, son víctimas/victimarios de la exacerbación de la carnalidad como único eje que motiva su accionar. La idealización del sentir de la mujer siempre deja por fuera su dimensión estrictamente carnal. Por el contrario, el hombre –siempre regido por sus instintos- queda negado de sus sentimientos. Esto genera un status quo que resulta la base fundamental de ese imaginario tan popular que, evidentemente, está evolucionando, pero no tanto como pareciera.
La construcción de la categoría “hombre” o “mujer”, como ya señalamos, se ha deshistorizado, dando dimensión biológica a aspectos sociales. No hay una correspondencia entre el sexo genital de la persona y su autopercepción. La atribución de los rasgos de conducta a la idea de macho o hembra implica desentender la capacidad de cada persona de autopercibirse y, en consecuencia, autopensarse y autopostularse, según el modo en que se simboliza. Tangos como “Lloro como una mujer” o “Maula” demuestran cabalmente estas operaciones culturales que fijan dichas posibilidades de autopercepción y generan diversos mecanismos de autodiscriminación frente al imperio de esa norma que, de tan invisible, nos hace creer que género es lo mismo que sexo y que nos enfrenta al travestismo o la transgeneridad como una forma de horror social que sigue siendo insoportable para muchas personas.

miércoles, 11 de junio de 2008

La gran duda


¿Cómo remediar la fatalidad de ser mortales en universo infinito? ¿de ser minúsculos, granos de polvo, entre colosos espaciales? ¿de ser mayúsculos, de escala planetaria, ante los granos de polvo?
Sólo la razón, la abstracción, la palabra, el signo nos hacen únicos y nos enfrentan a la paradoja más brutal: ¿cómo entender una existencia maravillosamente incomprensible?

lunes, 2 de junio de 2008

Tengo un puto en la terraza

Finalizaba febrero y el calor porteño parecía obstinado en quedarse reinando en la ciudad por bastante tiempo más. Un viaje desde Mataderos a Pompeya representaba el desafío de unir dos puntos de la ciudad casi nunca frecuentados. Una noche tan oscura como calurosa era el telón de fondo de una aventura que se preanunciaba hasta con mapa. Con algunos traspiés de por medio, el punto de reunión funciona y la cita tiene lugar a las 23.30, en la estación Pompeya.
Ellos venían desde Rafael Castillo, bien adentro, en el oeste del conurbano bonaerense. Bajaron del Ferrocarril Belgrano y comenzó la “salida” compartiendo una pizza en la vereda con mi amigo y algunas de las tortas del equipo de fútbol femenino de Castillo. Chiste va, chiste viene, la charla fue más o menos la esperada. Ellas nos contaban sus pases de gol, los remates en el área, los torneos, la final con las de Berazategui y todo un variopinto de habilidades futbolísticas que las ponían muy orgullosas. Los dos putos, es decir mi amigo y yo, buscábamos el humor y aprovechábamos nuestras paupérrimas habilidades deportivas para hacer catarsis de antihéroes y contar nuestras anécdotas en el campo de juego, para reírnos de nosotros mismos. Terminamos la cena, nos fuimos a tomar el 9. Bondi azul, cartel blanco. En grandes letras negras decía “CARAZA” y era inevitable cantar una y otra vez esa cancioncita que fue famosa por un programa de TV argentino: “Ahora vivo en Caraza, tengo un puto en la terraza”. Y a eso íbamos en viaje bien adentro de la zona sur, a divertirnos en una fiesta gay de barrio. Pero no sólo a eso, además íbamos a desmoldar la idea de que las fiestas gays sólo son cuestión de la metrópoli. A repensar ese modelo tan irreal de que todos los putos son tan, tan “I'm so Madonna”. A recuperar algo mucho más interesante aún, un modo de resistencia en un medio un poco más hostil y menos anónimo que las calles de Buenos Aires. Y como si fuera poco a participar de algo que cada vez se logra menos, pero que sin embargo todavía está: una fiesta comunitaria. Es que la fiesta era en la casa de unos vecinos, qué te abrían las puertas generosamente, así, sin conocerte, con confianza. Si habías llegado era por el boca en boca, de amigo en amigo. Y ni siquiera se cobraba entrada, claro, sólo hacíamos una vaquita entre todos, 10 mangos por cabeza para el sonido y la bebida. Por supuesto que podíamos ir y abrir la heladera y simplemente servirnos. Nadie se conocía con nadie, pero todo era de todos. Y lo compartíamos. El espacio estaba dispuesto para estar juntos, para pasarla bien y para ser quien cada uno era, sin ofenderse, sin pretensiones, sin poses. Gente de todos los barrios, de todos los colores, de todos los géneros, de todos los pesos, de todas las sexualidades, pero con un denominador común: la mente abierta y ese espíritu de “pasé por lo del vecino y me quedé un ratito” que está casi extinto en las grandes ciudades.
Baile a más no poder. Todas las vertientes de la cumbia vibraron en esa pista, o mejor dicho patio. Algunas luces diseminadas demostraron las virtudes del celofán y un “telón” de fondo preanunciaba el momento más esperado de la noche, el broche de oro, “El show de Yésica”, que se anunciaba con una sábana pintada a mano. Yésica era algo así como una marica envuelta en trapos viejos, pero que se sentía Liza Minelli por una noche. Juntó a sus amigas locas y se armó su show con invitados, bailarines y todo. Y hasta hubo un cierre con fuegos artificiales.
La noche se iba, la claridad encontraba un patio que parecía no querer cederle el paso, que insistía con seguir viviendo esa noche de verano, esas horas compartidas, ese encuentro que, para algunos es moneda corriente, pero para otros es una forma alternativa de comunicarse, de construir, sin que medie el dinero y por las solas ganas. Esa entidad cada vez más abstracta a la que llamamos pueblo, ese día se convocó, se reunió, generó sus propias estrategias y dejó de lado los prejuicios, las distancias, los intereses y los miedos. Solo para encontrarse, para crear espacios. Y si bien yo no vivo en Caraza, como dice la canción, una parte de ella ahora está viva en mis recuerdos.




Programa: Todo por dos pesos
Ranking musical: Tengo un puto en la terraza