domingo, 6 de septiembre de 2009

Variaciones sobre lo público y la cuestión GLTB



Lamentablemente la cuestión gltb solo tiene lugar en los intersticios de anonimato que propone la circulación urbana. En los pueblos, donde todo es espacio público y vida compartida, no hay lugar para la divergencia, puesto que el gran problema sigue siendo el reconocimiento social y político del otro.
En ambos casos, las vidas son tapadas, difuminadas y silenciadas. En las ciudades están disueltas entre las masas, que nos devoran casi inexorablemente y nos obligan a participar de los medios de comunicación y sus modos de pautar la verdad y el show business para poder conseguir visibilidad social. En los pueblos, el famoso secreto a voces trama una urdimbre de palabras entredichas que ocultan la existencia social de lo diferente. Salvo algunas excepciones, si por ejemplo alguna marica irreverente decide poner de manifiesto su putez, el precio suele ser tener el “placer" de transformarse en el culo "público" que utilizarán casi todos los machos del pueblo, al mejor estilo baño de estación de servicio. Y así se ratifica una vez más el poderío simbólico de la virilidad y se perpetúa un orden social vertical, reglamentado y machista. Ese puto no desacomoda las relaciones de poder en ese espacio de "convivencia" social.
La palabra sigue siendo una llave para abrir el debate público y, por lo tanto, las nociones de poder político. El lenguaje es un sistema de representaciones sociales que, como tal, es arbitrario y tendencioso. La opacidad del signo esconde formas cristalizadas que naturalizan lo que no es obvio ni está dado por ninguna providencia. Socializar el lenguaje es dotarlo de perspectivas históricas que den respuesta a las formas de relación humana y desentramar los mecanismos de poder ocultos en su interior. Desguasar la lengua ayuda a leer la historia a contrapelo y a liberar los potenciales revolucionarios, liberadores que surgen del reconocimiento de las propias limitaciones. Lo gltb es una cuestión de lenguaje que va desde lo indecible, hasta la suspensión entre las masas, o la obturación en los pueblos, con la opción de circular como una galería de freaks al servicio de los medios de comunicación y de la carcajada pública.


Imagen: Fotografía "Multitud" de Misha Godin

sábado, 18 de julio de 2009

Quereme... tengo frío



La lluvia y el frío patagónicos parecían haberse conjurado en esa noche de enero. Truenos y relámpagos acentuaban la sensación amenazante del primer campamento, superada la etapa escolar. Una carpa iglú era la fina pero preciada diferencia entre la hostilidad de la intemperie, el agua y los miles de kilómetros de distancia de casa. Y allí dentro, nosotros tres, tratando de conciliar el sueño. Un amigo, ella y yo dispuestos según un orden prolijo, casi matemático. Ella en el medio y los varones, uno a cada lado, por si alguna actitud proteccionista nos fuera requerida.
Mis pies, inadecuados al espacio o como presagios del camino venidero o, tal vez, sumados al conjuro climático, presionaban los límites de la carpa. El agua fría empapó mis medias sucias y mi cuerpo no tardó en empezar a temblar. La impresión de que afuera todo era más difícil, sumada a algún resabio infantil del miedo a las tormentas y la certeza de un viaje ya empezado, me hicieron buscar calor en otros pies que me acompañaran. Los de ella eran los más cercanos.
Las paredes de tela de avión se encendían con los relámpagos y mi delgada bolsa de dormir no me reparaba bien del frío. Ella lo entendió y, quizás, por eso me invitó a su bolsa de dormir que era más grande, mullida y abrigada que la mía. Deseché las medias frías y apoyé la cabeza en su hombro. Su mentón, en mi frente. Nuestros corazones latían tan fuerte que eran casi audibles, de no ser porque la lluvia disfrazaba aquel tamborileo con su canto incesante. Un giro a la izquierda: mi mejilla contra su hombro, mi mano en su cintura, las piernas entrelazadas. A la derecha: sus pechos sobre mi brazo, su aliento en mi cuello. Su remera blanca de fino algodón marcaba otro límite. Y mi miedo a descorrer los velos era igual a mi necesidad de seguir el viaje, a pesar de la lluvia. Apenas una mirada por encima de su silueta alcanzó para comprobar que nuestro amigo dormía o, tal vez, era parte del conjuro. El recorrido, entonces, dejó a mis pies para otra ocasión y se entregó a mi mano que, guiada por un deseo imperativo, se apoderó de la suavidad de sus pechos. Y la humedad reapareció, pero ahora en su sexo y en el mío y en la saliva y en los susurros y en los jadeos contenidos. La noche se fue apagando entre devaneos y entregas. La mañana siguiente nos encontró a los tres uno al lado del otro. Pero ella dormía en un costado y yo en el medio y un poquito más cerca de él.

miércoles, 13 de mayo de 2009

¿Voces en el infinito?


A partir de la difusión del uso de internet pareciera haberse dado una suerte de democratización respecto de la accesibilidad a la información y a los bienes culturales. Hoy se dice que todos podemos tener toda la música, todos los libros o abundante información acerca de lo que queremos. ¿Pero qué encierran esas totalidades? ¿Qué hay detrás de esas ilusiones de completud en las que parecemos vivir?

En primer lugar, ese "todos" que se adueña de “todo”, como pasa nada menos que en salud o en educación, nunca es la totalidad de la gente, sino que es una suerte de ideal, de sujeto indefinido que cubre los vacíos y las grietas de nuestras carencias y los egoísmos de una sociedad pensada para pocos, para cada vez menos gente.

¿Y qué es ese “todo” que es objeto de nuestra apropiación? ¿Cómo se transforma la cultura en consecuencia? Si bien, es sumamente interesante que exista la posibilidad de reponer, por medio de la digitalización, numeroso material que el mercado obstinadamente silencia, también sucede que la hiperabundancia de información, de música, de textos o de lo que fuere, acaba conformando una masa amorfa e indefinida, en la que es imposible realizar un proceso selectivo que construya algún tipo de criterio subjetivo o proceso mental-emocional. ¿Qué tipo de huella interior puede dejar una voracidad consumista de alta velocidad? ¿Acaso los días que nos tocan vivir nos dejan invertir el tiempo necesario para procesar la información contenida en gigas y gigas de textos, películas o música digital? ¿Cuánto de absurdo y paranoia consumista encierra esta actitud generacional?

Al recorrer páginas web, blogs o ese nuevo campus de vinculación virtual, ese "no lugar" del siglo XXI, que es el facebook, uno ve (incluso en sitios de medios masivos de comunicación) como la información se propaga como un copy/paste casi frenético y desprovisto de toda elaboración intelectual, de toda construcción subjetiva, única y personalizada. Ahí es cuando cabe rehacerse las preguntas anteriores ¿para qué nos sirve toda esa información? ¿Qué podemos hacer con ella? ¿Acaso el pensamiento elaborado va a terminar siendo una exquisitez para pocos, como lo son las manufacturas artesanales después del advenimiento de la producción industrial en serie? ¿Realmente nos libera y nos da la posibilidad de elegir esa “accesibilidad infinita”? ¿O nos ahoga en un sinsentido que nos anula, que nos silencia y que nos impide elegir lo que nos construye, lo que nos conmueve?

martes, 10 de febrero de 2009

Paraguay porá


Tal vez el calor sea lo único cierto. Lo único verdaderamente comprobable. Lo única realidad ineludible que pesa toneladas sobre el cuerpo. O tal vez, haciendo un juicio de valor un poco más justo, ese calor provenga de los brazos abiertos de su pueblo, del corazón entregado y la conversación dispuesta.
Pocas son las referencias que se pueden tener para definir el Paraguay. Un país disperso y poco visitado. Un país que ni sus propios pobladores sabían explicar muy bien. Y tal vez por eso, el secreto paraguayo esté como esperando, siempre, a la vuelta de la esquina o en una lomada con palmeras o como chipá calentito en una canasta o en una charla en guaraní entre dos mujeres que toman sombra.
Quizás Atahualpa Yupanqui se haya referido también al Paraguay cuando escribió: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás”. Y si de ver se trata, Paraguay esconde infinidad de no lugares que se vuelven hogares al calor de su gente.
Campos repletos de lomadas ofrecían una paleta de los más variados verdes, de palmerales y de viejos cebúes pastando cansinos en pleno rayo de un sol que no perdona.



Asunción, abrazada por dos ríos, es una ciudad a la que nunca pude sectorizar con la mirada. Un centro que se desparrama antes que concentrarse. La casa de gobierno por un lado, la plaza por el otro, la calle principal más allá y un recorrido desordenado tratando de juntar las referencias. Calles lujosas, bonitas coexisten con las avenidas más inhóspitas a la vuelta de la esquina, así sin más. La eterna cercanía de los vecinos y un andar con aires de pueblo son el paisaje humano. Y la eterna pregunta: ¿Por qué vinieron al Paraguay? ¿Tienen parientes acá? Y quizás la respuesta más justa debiera haber sido que íbamos ganando la familiaridad a cada paso.


El lago azul de Ypacaraí, por trocar injusticia poética por justicia geográfica, es negro. O, mejor dicho, está negro, lo dejan negro cada día. Y, con excepción de algunos audaces, no se lo puede nadar. Sin embargo un viejo muelle de madera desvencijada ofrece asiento para contemplar un paisaje que engalana la vista. De fondo, unas casas preciosas descansan sobre una playa de arena medio colorada. Y enfrente el agua, inmensa, y recorrida por pequeñas lanchas que navegan apacibles.


El Parque Nacional Ybycuí es el paraíso de los asunceños que, orgullosos, vacacionan temporada tras temporadas entre sus árboles, caminando por el monte y nadando en sus piletones naturales de agua cristalina. Senderitos de tierra y árboles que rodean un curso de agua son el acceso para recorrer pequeños saltos de agua. Y una gran piscina de piedra con cascadas es el refugio ideal para mitigar el inmutable calor paraguayo. Y si hacían falta parientes como excusa para visitar el Paraguay, sólo es cuestión de sentarse una tarde al borde del agua para que las familias y los grupos de amigos, se compartan, generosos a través de tererés, gaseosas, galletitas o una charla cálida y atenta.
Y Paraguay transcurre así, bilingüe, mostrando el sincretismo y el cruce de las culturas. Casi quieta, como adormecida, pero siempre atenta a todo. Y exige atención, exige sabiduría para mirarla, para conocerla, aprehenderla, como se viven las cosas sencillas, como se recorre aquello que no tiene estridencias, como se camina por una calle cualquiera, como se anda sin esperar nada, pero encontrando de todo.