
Cualquiera que se disponga a acceder a los bienes culturales más diversos, en la Argentina, se va a encontrar con una poco grata sorpresa, que demuestra lo lejos que estamos de poder proclamarnos capital cultural de ningún lado o, en todo caso, develará la proximidad con que vivimos del mítico país de Nomeacuerdo. Conseguir un libro, un disco o una película en este querido suelo parece ser una tarea por lo menos titánica, en la que deben intervenir una fuerte dosis de perseverancia, suerte, ganas y tesón. Y todo eso siempre y cuando no sea urgente conseguirlo, porque en ese caso sería conveniente declararse fracasado aún antes de haber empezado la búsqueda. Sucede que el mercado de bienes culturales sólo realiza una oferta mínima de sus catálogos y que en la mayoría de los casos es totalmente reduccionista y fragmentaria. Nombres de artistas de la talla del mismísimo Carlos Gardel, no tienen asegurada su obra en las bateas de ninguna disquería (imagínense todos los que no son Gardel). Por el contrario, modernas ediciones para turistas con plateadas letras en inglés anuncian la salida de "Carlos Gardel's Greatest hits", en innumerables compilaciones que, además, incluyen siempre las mismas piezas entre sí.
Construir algún tipo de análisis o comprensión de un hecho artístico, requiere, indefectiblemente, el estudio pormenorizado de una obra en su totalidad. De esta manera se podrá comprender la propuesta estética, sus puntos fuertes, sus costados más endebles, los matices que puedan darle riqueza y, además, la evolución artística que conlleva la vida de todo creador. Las posibilidades de pensamiento crítico, en este contexto, se ven retaceadas por el libre albedrío editorial y el manejo semi clandestino de copias pirata de los materiales.
Este recorte editorial de las bienes culturales, que mantiene a numerosos artistas viviendo a "grandes éxitos" (quisiera saber el significado de éxito ¿de ventas?, ¿de popularidad?, ¿creativo?), se sostiene en base al argumento de que hay artistas que ya no venden y que, por lo tanto, no es redituable invertir en la reedición de sus obras. La paradoja radica, justamente, en el sintagma que las denomina: ”bienes culturales”. Bienes económicos o productos de mercado, por un lado, pero a la vez artefactos que, en sumatoria, determinan la identidad de un pueblo. ¿Debería considerarse, entonces, a un bien cultural en los mismos términos que un simple bien de mercado y librarlo a la especulación de los inversionistas? ¿Deberían ser las empresas editoras las que deciden a qué accedemos en términos de capital simbólico? ¿No es acaso darles demasiado poder y someternos a un recorte, por lo menos, problemático?
Diversos espacios como blogs o los programas más variados de descarga demuestran un hecho popular que, verdaderamente, me conmueve. Muchas son las personas que, sin fines de lucro, trabajan para rescatar del olvido esos discos, esas películas, esos libros, que el mercado pareciera querer negarnos. Se forman redes que se encargan, solidariamente, de digitalizar vinilos, casetes, films, escanear su arte de tapa y ofrecerlos, compartirlos para que, entre todos, recuperemos un poco esa memoria, esa identidad que no es de ninguno, sino que es de todos, que nos hace nosotros, que nos devuelve a ser únicos, a ser "cada uno", a la interioridad y a la fraternidad que nos convoca. "Si a vos te duele como a mí" que ese disco ya no se pueda escuchar, que esa película ya no se pueda ver. Ese pareciera ser el lema de esas múltiples cofradías de rescatadores.
Construir algún tipo de análisis o comprensión de un hecho artístico, requiere, indefectiblemente, el estudio pormenorizado de una obra en su totalidad. De esta manera se podrá comprender la propuesta estética, sus puntos fuertes, sus costados más endebles, los matices que puedan darle riqueza y, además, la evolución artística que conlleva la vida de todo creador. Las posibilidades de pensamiento crítico, en este contexto, se ven retaceadas por el libre albedrío editorial y el manejo semi clandestino de copias pirata de los materiales.
Este recorte editorial de las bienes culturales, que mantiene a numerosos artistas viviendo a "grandes éxitos" (quisiera saber el significado de éxito ¿de ventas?, ¿de popularidad?, ¿creativo?), se sostiene en base al argumento de que hay artistas que ya no venden y que, por lo tanto, no es redituable invertir en la reedición de sus obras. La paradoja radica, justamente, en el sintagma que las denomina: ”bienes culturales”. Bienes económicos o productos de mercado, por un lado, pero a la vez artefactos que, en sumatoria, determinan la identidad de un pueblo. ¿Debería considerarse, entonces, a un bien cultural en los mismos términos que un simple bien de mercado y librarlo a la especulación de los inversionistas? ¿Deberían ser las empresas editoras las que deciden a qué accedemos en términos de capital simbólico? ¿No es acaso darles demasiado poder y someternos a un recorte, por lo menos, problemático?
Diversos espacios como blogs o los programas más variados de descarga demuestran un hecho popular que, verdaderamente, me conmueve. Muchas son las personas que, sin fines de lucro, trabajan para rescatar del olvido esos discos, esas películas, esos libros, que el mercado pareciera querer negarnos. Se forman redes que se encargan, solidariamente, de digitalizar vinilos, casetes, films, escanear su arte de tapa y ofrecerlos, compartirlos para que, entre todos, recuperemos un poco esa memoria, esa identidad que no es de ninguno, sino que es de todos, que nos hace nosotros, que nos devuelve a ser únicos, a ser "cada uno", a la interioridad y a la fraternidad que nos convoca. "Si a vos te duele como a mí" que ese disco ya no se pueda escuchar, que esa película ya no se pueda ver. Ese pareciera ser el lema de esas múltiples cofradías de rescatadores.
Frente a la proliferación de blogs que, además, cuidan celosamente la no publicación de material disponible para no perjudicar a los artistas. Frente a muchos creadores, que ofrecen su propia obra, cabe preguntarse ¿es cierto que esos bienes no son redituables? ¿es cierto que no son consumidos? ¿Cuánto hay de especulación por parte de las empresas que prefieren vender un millón en un minuto inflando a un "operación triunfo", para no esperar el lento pero permanente ritmo de ventas que conlleva la oferta de obras clásicas? ¿Tiene derecho una empresa a privarnos de nuestras obras de arte más queridas y la consecuente pulverización de la identidad cultural de un pueblo?
Vender arte no es vender remeras y el Estado debería proponer algún tipo de mecanismo para protegernos de esta dictadura simbólica que, además, promueve la superficialidad a través de operaciones de marketing que establecen la velocidad como parámetro en el consumo de obras. Ésto, por supuesto, implica una falta de profundidad en su compresión y un achatamiento de las ideas.
El "proteccionismo" cultural de este sistema capitalista radica, únicamente, en sostener la defensa de los derechos de autor, como modo de garantizar que el creador obtenga el consabido beneficio económico por la comercialización de su material. Una primera idea que considero importante señalar respecto de esto es que un artista, además de un creador, es un trabajador y, por lo tanto, alguien que merece una remuneración por lo que produce. Destierro esa idea que circula por el campo intelectual de que el artista que gana dinero es menos artista por eso. Todos necesitamos ganar dinero y eso no quita la legitimidad de una creación. El "amor al arte" es justamente elegir el arte como camino para ganarse la vida, pero de ningún modo creo que sea justo plantear que un artista deba regalarse para que su arte sea justipreciado como tal. Desde este punto de vista estoy de acuerdo con la existencia de derechos o cánones que reconozcan su labor. Pero por le otro lado, si toda una obra permanece fuera de catálogo ¿se protege al artista? ¿cobra algún canon? ¿Quién puede decidir si un artista le gusta, acercarse a su propuesta, si desconoce su material? ¿Acaso ese amor al arte, que hace que se lo elija como camino a seguir, no incluye la construcción de una forma de trascendencia cultural? ¿El respeto que se le debe guardar a un creador no presupone la conservación de su creación? ¿No es una forma de desidia esta operación de descarte?
Internet y su anárquica circulación de la información parece hacer ese trabajo que, desde el mercado editorial, no se lleva a cabo y las obras se disponen gratuitamente para todo aquel que las necesite (por supuesto, ese “todo aquel” nunca es realmente “todo aquel”, sino "algún aquel" que pueda acceder a internet, aclaración que limita en muchos el alcance de esa totalidad). Una fiel prueba de la raigambre identitaria del arte (si es que necesitara ser sometido a prueba) es que, como señalé anteriormente, y citando a Eladia Blázquez, “contra viento y marea hay montones de manos para hacer la tarea” y muchas obras completas han sido rescatadas ya del olvido, aún a merced del pataleo (y a veces más que eso) de las empresas contra los promotores de estos actos de justicia. Incluso en ocasiones en que los propios artistas han aprobado la difusión del material. ¿Qué protege más al artista: la preservación de su obra (aunque sea en forma gratuita) o mantenerla décadas (con suerte sólo décadas) en espera de que el dedo mágico de las reediciones la toque en suerte para poder ver la luz? En estas instancias es conveniente señalar que éste es un debate entre propiedad privada y cultura, donde gana, como era de esperarse, la propiedad privada. Ahora bien, ¿La propiedad privada de quién? ¿Del artista? Cánones minúsculos en relación con el precio de los productos finales, por un lado, y obras inaccesibles, por el otro, no parecieran demostrar que sean ellos los beneficiarios de este sistema legal. Privados quedan los músicos de su propiedad intelectual y privado el pueblo de su sesgo identitario. Todos rehenes de un sistema de mercado para pocos o, lo que es peor, para ser nadie desde el momento en que se nos niega la memoria. El mercado editorial, en cambio, consigue la habilitación necesaria para poder planificar su producción en serie, masiva y según la lógica de las grandes empresas, ganancia máxima con mínimos costos (costos económicos, desde ya, porque los costos simbólicos son altísimos).
Vender arte no es vender remeras y el Estado debería proponer algún tipo de mecanismo para protegernos de esta dictadura simbólica que, además, promueve la superficialidad a través de operaciones de marketing que establecen la velocidad como parámetro en el consumo de obras. Ésto, por supuesto, implica una falta de profundidad en su compresión y un achatamiento de las ideas.
El "proteccionismo" cultural de este sistema capitalista radica, únicamente, en sostener la defensa de los derechos de autor, como modo de garantizar que el creador obtenga el consabido beneficio económico por la comercialización de su material. Una primera idea que considero importante señalar respecto de esto es que un artista, además de un creador, es un trabajador y, por lo tanto, alguien que merece una remuneración por lo que produce. Destierro esa idea que circula por el campo intelectual de que el artista que gana dinero es menos artista por eso. Todos necesitamos ganar dinero y eso no quita la legitimidad de una creación. El "amor al arte" es justamente elegir el arte como camino para ganarse la vida, pero de ningún modo creo que sea justo plantear que un artista deba regalarse para que su arte sea justipreciado como tal. Desde este punto de vista estoy de acuerdo con la existencia de derechos o cánones que reconozcan su labor. Pero por le otro lado, si toda una obra permanece fuera de catálogo ¿se protege al artista? ¿cobra algún canon? ¿Quién puede decidir si un artista le gusta, acercarse a su propuesta, si desconoce su material? ¿Acaso ese amor al arte, que hace que se lo elija como camino a seguir, no incluye la construcción de una forma de trascendencia cultural? ¿El respeto que se le debe guardar a un creador no presupone la conservación de su creación? ¿No es una forma de desidia esta operación de descarte?
Internet y su anárquica circulación de la información parece hacer ese trabajo que, desde el mercado editorial, no se lleva a cabo y las obras se disponen gratuitamente para todo aquel que las necesite (por supuesto, ese “todo aquel” nunca es realmente “todo aquel”, sino "algún aquel" que pueda acceder a internet, aclaración que limita en muchos el alcance de esa totalidad). Una fiel prueba de la raigambre identitaria del arte (si es que necesitara ser sometido a prueba) es que, como señalé anteriormente, y citando a Eladia Blázquez, “contra viento y marea hay montones de manos para hacer la tarea” y muchas obras completas han sido rescatadas ya del olvido, aún a merced del pataleo (y a veces más que eso) de las empresas contra los promotores de estos actos de justicia. Incluso en ocasiones en que los propios artistas han aprobado la difusión del material. ¿Qué protege más al artista: la preservación de su obra (aunque sea en forma gratuita) o mantenerla décadas (con suerte sólo décadas) en espera de que el dedo mágico de las reediciones la toque en suerte para poder ver la luz? En estas instancias es conveniente señalar que éste es un debate entre propiedad privada y cultura, donde gana, como era de esperarse, la propiedad privada. Ahora bien, ¿La propiedad privada de quién? ¿Del artista? Cánones minúsculos en relación con el precio de los productos finales, por un lado, y obras inaccesibles, por el otro, no parecieran demostrar que sean ellos los beneficiarios de este sistema legal. Privados quedan los músicos de su propiedad intelectual y privado el pueblo de su sesgo identitario. Todos rehenes de un sistema de mercado para pocos o, lo que es peor, para ser nadie desde el momento en que se nos niega la memoria. El mercado editorial, en cambio, consigue la habilitación necesaria para poder planificar su producción en serie, masiva y según la lógica de las grandes empresas, ganancia máxima con mínimos costos (costos económicos, desde ya, porque los costos simbólicos son altísimos).